JULIO CÉSAR MORENO LEÓN

 

El camino recorrido por Gustavo Petro durante su primer año de gobierno se corresponde exactamente a la prédica y objetivos que ha mantenido durante toda su carrera política en permanente oposición a la democracia colombiana.

Amigo de los simbolismos políticos, en el acto de juramentación presidencial ordenó colocar en la tribuna donde se celebró la ceremonia oficial la espada del Libertador que el 17 de enero de 1974, durante el gobierno de Alfonso López Michelsen, el M-19 se robó, al anunciar a Colombia el inicio de su guerra subversiva.

Y alterando el tradicional protocolo oficial dispuso que la banda presidencial se la impusiera la senadora María José Pizarro, hija del jefe guerrillero Carlos Pizarro, quien fue asesinado por un sicario del narcotráfico el 20 de abril de 1990.

Por su parte, el obsecuente presidente del Congreso Roy Barrera, enalteciendo aquella decisión y tratando de explicarla a la fervorosa multitud congregada en la Plaza Bolívar de Bogotá afirmó que la senadora Pizarro “es una hija de la izquierda y de la historia interrumpida por las balas asesinas, historia que ahora al presidente le corresponde continuar”.

De esa manera Petro se inicia en el gobierno reivindicando su antigua militancia terrorista. Y atrincherado ahora en el Palacio de Nariño glorifica los 16 años de la cruenta guerra que él y sus camaradas libraron contra el Estado colombiano.

Esa guerra, marcada entre otras acciones por el criminal asalto al Palacio de Justicia ocurrido en Bogotá el 6 de noviembre de 1985 y bautizado como “Operación Antonio Nariño por los derechos del hombre”.

Aquel día fueron tomadas como rehenes más de 300 personas, murieron once magistrados, entre ellos Alfonso Reyes Echandía, presidente de la Corte Suprema, y Fanny González Franco, la primera mujer magistrada en la historia de Colombia.

Algunos de los jueces perecieron carbonizados en un incendio desatado en la zona del edificio en la que se encontraban retenidos por los guerrilleros del M-19.

A estas víctimas se suman veinte funcionarios de la Corte, once trabajadores, trece miembros de la fuerza pública, cuarenta y siete guerrilleros, cinco visitantes del palacio, y las personas que, de acuerdo con versiones rechazadas por los militares, fueron desaparecidas o lanzadas a fosas comunes luego de haber sido asesinadas.

Ese funesto acontecimiento ha sido calificado como “hecatombe” y como el más trágico suceso en la larga historia del conflicto armado. Sin embargo, a los autores de tal desgracia rindió homenaje en su toma de posesión el primer presidente marxista del vecino país. Y correspondiendo a los planes del Foro de Sao Paulo, desde el inicio de su gestión arremete tratando de imponer una falsa narrativa según la cual toda la historia de su país es perversa.

La lucha de clases, el discurso de odio y la venganza histórica de los eternos militantes de la violencia, alimentan la prédica y acciones de un gobierno que en apenas un año de gestión ha crispado peligrosamente la conciencia colectiva de Colombia. Y al lado de ese venenoso discurso, la corrupción campante en las altas esferas del poder aumenta la indignación y rechazo de la ciudadanía que se expresan en todas las encuestas de opinión.

Para finales del pasado mes de junio la imagen negativa de Gustavo Petro se situaba en la encuesta Invamer en el 60%. Y según el 66% de esos encuestados el país va por mal camino, el 79% dice que la política económica es mala, el 84% opina que el costo de la vida ha aumentado, y sobre el narcotráfico y la guerrilla el 63% estima que las políticas gubernamentales no son acertadas.

Sin embargo, a pesar del rechazo ciudadano el ex guerrillero presidente lejos de modificar rumbos afinca su talante autoritario y desestima toda crítica y desacuerdo, aun cuando ese desacuerdo provenga de sectores que han sido cercanos a su proyecto político. Por eso ocurrieron dos crisis de gabinete en las que destituyó a once ministros y perdió el apoyo de partidos tradicionales con los que inició una coalición que parecía garantizarle estabilidad.

Gracias a esa intemperancia alimentada por un anacrónico dogmatismo ideológico, “el pacto histórico” ha reducido su gobierno a una peligrosa minoría sectaria que enfrentada al resto de las instituciones del Estado conduce al país a un caos de consecuencias impredecibles.

Desde sus inicios el gobierno de Petro puso en marcha un proceso de desmantelamiento de las instituciones que han soportado a la democracia colombiana. Y siguiendo el libreto plasmado en los mal llamados “Acuerdos de La Habana”, se propone ahora repetir el perdón otorgado a los terroristas de las Farc, extendiendo ese perdón al Ejército de Liberación Nacional, a las distintas disidencias narco-armadas. y de ser posible a los carteles de la droga, entre los que se encuentra el “clan del golfo” que ha sido calificado como la banda criminal y el cartel más grande de Colombia.

La Ley que norma esta política de “paz total” fue aprobada por el Congreso el pasado 4 de noviembre con la negativa del partido Centro Democrático, que la calificó de “apología a la criminalidad y a la impunidad”. Mientras que el senador Humberto de la Calle, el jefe negociador del gobierno de Juan Manuel Santos y las Farc, puso en duda las reuniones con el ELN y criticó la realización de nuevas negociaciones con los disidentes de la guerrilla que incumplieron los acuerdos de La Habana y se incorporaron nuevamente a la lucha armada.

Este plan de paz total ha sido utilizado por Petro para retirar a la policía y a las fuerzas militares de las apartadas zonas rurales que cayeron en manos del narcotráfico, de los grupos guerrilleros y de otras organizaciones criminales. De esa manera le ha quitado a los cuerpos de seguridad el control de territorios que les corresponde proteger en su condición de garantes de la seguridad ciudadana y de la soberanía del país. Y como consecuencia de esas medidas las distintas guerrillas y grupos irregulares han pasado a ser gobierno en aquellos lugares y a cumplir las tareas propias de las autoridades oficiales.

Uno de los casos más graves y demostrativos de la ingobernabilidad característica de esos poblados, ocurrió el pasado mes de marzo en el Departamento de Caquetá en la zona del Caguán, cuando cerca de mil integrantes de las llamadas “guardias campesinas” asaltó con bombas incendiarias a un grupo de policías que custodiaba instalaciones petroleras.

El comandante de la escuadra policial fue asesinado a machetazos, un campesino murió en el cruento enfrentamiento que se prolongó durante varias horas, mientras 78 policías y 6 empleados de la empresa petrolera fueron secuestrados por los asaltantes y sometidos a tratos vejatorios.

Varios audios divulgados en las redes sociales dieron cuenta del angustioso llamado de los uniformados pidiendo el envío de refuerzos que inexplicablemente llegaron tres horas más tarde. El dramático suceso causó tal conmoción en la opinión pública que obligó al ministro de la defensa Iván Velásquez, al ministro del interior Alfonso Prada y a otros funcionarios a trasladarse al sitio del conflicto en donde realizaron conversaciones destinadas a lograr la liberación de las personas ilegalmente apresadas por las guardias campesinas.

La actuación de estos ministros enviados por Petro y las explicaciones que el mismo presidente dio para informar sobre los graves hechos del Caguán causaron asombro e indignación en la opinión pública, y dejaron claramente establecido cuales son los objetivos políticos del gobierno en relación con las bandas armadas que continúan actuando impunemente en territorio colombiano.

Para el ministro del interior no hubo secuestro sino “un cerco humanitario de las personas retenidas por una movilización campesina”, y así fue establecido en un documento entregado por el alto funcionario a los captores como condición para poner punto final al trágico suceso. Ese insólito documento lleva las firmas del ministro del interior, el ministro de la defensa, delegados de Naciones Unidas, la Defensoría del Pueblo, la iglesia católica y algunas organizaciones de derechos humanos.

Por su parte el presidente escribió en sus redes sociales: “Se ha logrado la liberación de todo el personal de la Policía de Colombia y los funcionarios de la petrolera que estaban retenidos por los campesinos en San Vicente del Caguán», pero no hizo referencia a la muerte del joven campesino y del policía asesinado a machetazos por los responsables del “cerco humanitario” .

Los intentos de lograr a toda costa acuerdos con las distintas bandas guerrilleras continúan haciendo mermar la imagen de un gobierno que luce débil frente a los crueles actos de violencia que estos grupos continúan cometiendo mientras dialogan.

A principios del pasado mes de abril el ELN mató a nueve soldados que custodiaban un oleoducto en el departamento de Arauca. Los militares dormían luego de haber concluido sus labores habituales. La mayoría de los soldados eran jóvenes que prestaban el servicio militar obligatorio. Esta agresión ocurre mientras el gobierno y los guerrilleros prosiguen negociaciones de paz.

El 16 de mayo las disidencias de la Farc asesinaron a cuatro niños indígenas a los que habían reclutado forzosamente en la zona del Caquetá. Los inocentes jovencitos que habían logrado escapar del campamento guerrillero fueron perseguidos y masacrados cobardemente causando nuevamente la indignación del país.

Frente a estos graves sucesos los gobernadores y alcaldes de 22 departamentos y de todas las tendencias partidistas emitieron un comunicado titulado “Libertad y Orden” en el que piden al presidente de la república, al ministro del interior, al ministro de la defensa y a la cúpula militar el fortalecimiento del ejército y la policía nacional para afrontar la creciente ola delictiva.

El manifiesto fue suscrito después que el cartel del golfo atacó a efectivos policiales y propició un paro minero paralizando el noroeste del país. Este ataque se produce a pesar de las conversaciones de paz que durante varios meses vienen realizando el gobierno y la banda narco-terrorista. Y como expresión de su rechazo a esos diálogos, la Federación Nacional de Departamentos, que agrupa a los gobernadores y alcaldes de toda Colombia, expresó en declaración oficial: “Quienes elijan el camino de la guerra deben recibir con toda contundencia la fuerza del Estado”.

En medio de estos condenables acontecimientos derivados de la confusa y peligrosa política de paz total, el gobierno del Pacto Histórico parece implosionar como consecuencia de graves hechos de corrupción que han puesto a la vista del país los miembros del más íntimo entorno presidencial. Y al cumplir un año en el ejercicio de su mandato, a Gustavo Petro no le sientan en el banquillo de los acusados los partidos opositores, los grupos económicos, o los distintos sectores que puedan sentirse afectados por el plan populista de gobierno.

Inesperadamente, han sido las figuras más importantes del equipo político oficialista las que han hecho estremecer al primer gobierno izquierdista de Colombia. Laura Sarabia ex secretaria de la presidencia y Armando Benedetti el principal operador político del petrismo son protagonistas de un gran escándalo de corrupción que los involucra a ambos, y puede comprometer de manera directa a otros altos funcionarios, incluyendo al presidente.

A lo anterior se añade una grave denuncia de corrupción electoral en la que está involucrado, de forma primordial, NIcolás Petro, hijo del presidente.

Del resultado que arrojen las investigaciones adelantadas por la fiscalía general de la república contra Nicolás Petro y su entorno puede depender el destino del gobierno y la permanencia de su padre en la presidencia del país. De manera que probablemente estemos ante un gobierno de izquierda que saldrá del poder no por efectos de una conspiración armada, de un conflicto político, o de las votaciones que los colombianos realizan cada cuatro años.

Quizás sean los tribunales los que dictaminen cómo va a ser el final de la grave crisis que apenas empieza a asomarse en el destino de nuestra vecina república.