MARÍA ALEJANDRA ARISTEGUIETA

La Europa post Guerra Fría

Ya desde principios de este siglo se oía hablar de crisis en Europa. A la bonanza de los primeros años del mundo post Guerra Fría siguieron años de crecimiento a lo interno para absorber a los vecinos del Este, con un costo para los ciudadanos de a pie. El tan apreciado Estado de Bienestar europeo, modelo de gobernanza a modo de pacto social que garantizaba una alta productividad junto a una mayor calidad de vida empezó a dar muestras de agotamiento. El mercado único se consolidaba, y poco a poco las economías centralizadas de los países de Europa del Este iniciaban, con mayor o menor éxito, su transición a una economía de mercado a fin de lograr los estándares necesarios para adherirse a la Unión Europea, el bloque más exitoso en materia de integración económica, comercial y política a nivel mundial.

Este vuelco a lo interno, necesario para absorber toda esa nueva cohorte de candidatos y expandirse hacia el Este a modo de muro de contención frente a la recién reinaugurada Rusia, venía acompañado de un crecimiento de las exportaciones europeas hacia esos mercados cercanos, urgidos de una inserción en el mundo de la economía de mercado y del siglo XXI. Tal enfoque trazado como política común, postergaba necesariamente un enfoque orientado hacia los mercados emergentes, sobre todo en Asia, de manera prioritaria justo en el momento en que se evidenciaba un auge económico producto de la explosión de la globalización, y más aún, de las tecnologías de la comunicación e información. Según los cálculos europeos, de acuerdo con su experiencia en el pasado con la adhesión de nuevos miembros, en particular los países del sur, y con la reunificación alemana, el aumento de la expansión fuera de las fronteras europeas se lograría una vez afianzada esta etapa.

A pesar de este vuelco a lo interno, el bloque europeo seguía siendo el segundo exportador de bienes y servicios a nivel mundial, detrás de Estados Unidos, su principal socio económico y político, mientras a lo interno se consolidaban tanto el espacio Schengen permitiendo una mayor circulación y establecimiento de los nacionales de la Unión y otros países europeos, como el Euro, moneda común que permitiría abaratar los costos de transacción interna y externa, disminuyendo el impacto de la fragmentación natural de la producción. Era, por lo tanto, una política diseñada sobre riesgos calculados.

¿Qué pasó para que esta política de expansión orgánica cambiara?

Las cosas cambiaron sobre todo a partir del 2008 con la crisis bancaria americana, que arrastró al mundo, pero que impactó sobre todo la relación trasatlántica, y que venía a sumarse una incipiente crisis de la eurozona. La incapacidad de hacer frente a las deudas soberanas por parte de varios países de la Unión conllevó a préstamos y apoyo del Banco Central Europeo y el Fondo Monetario Internacional, éstos, acoplados con un programa de austeridad y ajustes exigido por los propios miembros de la Unión, en particular de Alemania (recordemos la implacable negociación de Angela Merkel con Grecia). Países como Chipre, Irlanda, Grecia, España y Portugal fueron los más afectados, pero no los únicos.

De acuerdo con cifras de la OCDE, entre 2005 y 2015 los niveles de desempleo en la eurozona se dispararon, los salarios y el poder adquisitivo se estancaron y fueron erosionándose a lo largo de los años posteriores. El acceso a la salud, la educación, la vivienda, a nuevas oportunidades de trabajo para los jóvenes, se vieron progresivamente cada vez más afectadas; las exportaciones al interior de Europa disminuyeron producto de la crisis económica lo cual a su vez dificultó las posibilidades de recuperación de la UE, a la vez que los Estados, obligados por el servicio de las deudas, han hecho una menor inversión en políticas sociales.

Al mismo tiempo, a medida que el Estado de Bienestar se resquebrajaba, se mantienen los niveles de productividad europea, que históricamente han sido menores que los de Estados Unidos (donde tienen menos vacaciones y más horas de trabajo), incluso, en algunos casos se refuerzan con la incorporación de un menor número de horas laborales a la semana. La apuesta europea de productividad y calidad de vida ha perseguido en paralelo fomentar la pequeña y la mediana empresa, que funciona a nivel local, o llega hasta las fronteras más cercanas. Esto dispersa el riesgo y fomenta el emprendimiento, pero también resulta más vulnerable ante los shocks. Aunado a lo anterior, esta fragmentación de la columna productiva del continente también hace que sea más complejo ese salto hacia la economía globalizada, tan necesaria para la recuperación.

Dos elementos inciden adicionalmente. El primero, el retraso que viene arrastrando Europa en materia de nuevas tecnologías y su inserción en la economía digital, cuando es a partir de la industria del conocimiento que se puede apalancar el mayor crecimiento interno y externo. Y el segundo, el envejecimiento de la población, lo cual se traduce a su vez en una menor penetración de las nuevas tecnologías en el continente, pero sobre todo en la necesidad de importar mano de obra para poder apoyar las cargas sociales de la población envejecida. Y la migración trae consigo nuevos desafíos culturales, económicos y, sobre todo, de inclusión.

La sumatoria de todos estos factores han ido debilitando las democracias europeas, han permitido el surgimiento de populismos nacionalistas de izquierda o derecha, y evidencia que Europa llega al final de ese prolongado período de crecimiento y expansión que construyó desde el final de la Segunda Guerra Mundial hasta las puertas del Siglo XXI. Europa tiene que superar considerables retos a lo interno para hacer frente, además, a dos grandes mercados como el americano o el chino.

La recuperación de las crisis del 2008 y 2015 llega, finalmente, en 2018.

El COVID-19 también llega

No hace falta hacer un recuento de lo que fue la peor crisis global que ha conocido el mundo. El tema sanitario puso de manifiesto todo tipo de problemas estructurales al interior de Europa, de dificultades de coordinación en materia de políticas de circulación de bienes, servicios y personas, de políticas de vacunación o de confinamiento preventivo, de políticas laborales, sociales, educativas, y, en definitiva, de rescate de las economías locales y recuperación del flujo de las cadenas de suministro.

El impacto económico y social de la pandemia todavía se siente, y pasarán años antes de que se logre determinar su costo real, tanto en vidas, como en salud mental, enfermedades crónicas que han derivado del virus y, en general, del deterioro de la red de seguridad social de los Estados. El mundo laboral estalló en mil pedazos, el teletrabajo, para quienes podían permitírselo, o las prolongadas horas sometidos a un enorme estrés, en el caso de los trabajadores del sector de la salud, por ejemplo, hizo que muchos empezaran cuestionarse el balance vida profesional-vida personal. Aquellos que no podían trabajar porque sus labores requerían de su presencia física, como obreros, mesoneros, comerciantes, o maestros, pilotos y personal de aeropuertos, o sobre todo los trabajadores del arte, la cultura y el entretenimiento, se vieron severamente afectados, provocando en muchos la necesidad de reinventarse o desplazarse a otros sectores, creando un cambio profundo en las estructuras y objetivos del mundo laboral; y penurias en sectores claves de la economía.

Europa, por primera vez desde la Segunda Guerra Mundial, constató sus anaqueles vacíos, temió por su seguridad alimentaria, vio amenazada su población más vulnerable y se encontró frente al abismo de la crisis económica con inflación. Para paliar la situación, el bolsillo fiscal europeo tuvo que salir de nuevo al rescate en múltiples frentes, provocando nuevos endeudamientos que hacen recordar la crisis de una década atrás.

A lo externo, Europa sigue teniendo una tarea pendiente: recuperar su rol preponderante en el comercio mundial, que, a diferencia del 2008, ahora siente muy de cerca la fuerza de la competencia china, país que ha pasado a ser el primer socio comercial de Estados Unidos en detrimento del Bloque, de la gobernanza internacional, y la capacidad de resolver los conflictos a través del diálogo multilateral. Otros países emergentes (el resto de los BRICS) aspiran también a desplazar a Europa en el sistema internacional, entre ellos el más cercano, Rusia, que además tiene ancestrales cuentas pendientes con los europeos.

Y Rusia decide invadir Ucrania.

Putin lo anunció muchas veces.

Rusia viene expandiéndose desde que sustituyó a la URSS. Creció vertiginosamente gracias a los precios del petróleo y gas, y ha pasado de una economía con severos problemas estructurales antes de su adhesión a la OMC, a una economía emergente, parte de los BRICS.

Como buena expresión del nacional populismo que pulula en el escenario mundial actual, Putin cree en la grandeza del imperio ruso de los zares o de los soviéticos.

Sin embargo, tomó por sorpresa a Occidente. Ante el primer bombardeo ruso a Ucrania, Europa tardó en organizar una respuesta. Tibia, por lo demás, sin liderazgo claro. Su desorientación estratégica puede tener sus causas en las crisis anteriores, y en la disminución general y la fragilidad del bienestar europeo. Sin duda, la guerra marca un cambio estructural, sistémico, porque toca directamente el sistema internacional de valores sobre el que se ha basado el mundo, y en particular Europa desde mediados del siglo XX. Pero, como toda guerra, afecta directamente las cadenas de suministro, estimula la escasez y la inflación de los alimentos, las energías (sobre todo el gas), y en general, las condiciones de vida del ciudadano de a pie, que se siente amenazado externamente por la guerra, en su seguridad, e internamente por el malestar social que ésta produce.

Y si bien pasado el primer año Rusia no pudo llevar a cabo una guerra rápida, y ha reformulado su amenaza, ya no contra “los nazis” de Ucrania sino contra el “decadente Occidente”, tampoco Europa, Estados Unidos y el resto de los aliados junto a Ucrania han podido neutralizar a Rusia. Hemos pasado de esa primera esperanza de guerra rápida en la que nadie pudo demostrar su superioridad, a una guerra de desgaste y de posiciones, que puede alargarse en el tiempo, como otras que hemos visto en otros continentes. La guerra puede resultar en una guerra larga, y sus desafíos son múltiples donde los equilibrios son muy precarios, profundizando las fracturas. Las geopolíticas, las sociales y las de acceso a los bienes básicos.

Pase lo que pase, hay una única certeza: Así como la Primera Guerra Mundial marcó el fin del período conocido como el Equilibrio de Poder, y el final de la Segunda el inicio del mundo Bipolar y la Guerra Fría, la guerra de agresión contra Ucrania marca el inicio de un nuevo orden mundial que no sabemos aún a dónde nos llevará. Pero ciertamente, nos acercamos vertiginosamente al ocaso de Occidente, y con ello, de un modelo de valores y de un contrato social entre gobernantes y gobernados.

A todas estas, ¿y los partidos políticos?

Los partidos son la expresión de los tiempos y hace rato que los partidos políticos que surgieron en la postguerra perdieron la brújula. La raison d’être tanto de la Socialdemocracia como de la Democracia Cristiana habían aparentemente desaparecido de la agenda a principios del milenio. Instalado el Estado de Bienestar y la alta productividad, ambos elementos claves de la economía social de mercado, profesionalizado el trabajador, atendidos los obreros (que incluso protagonizan desde Polonia el fin del comunismo), incorporada la mujer al mundo laboral, sellada la paz nuclear con la caída del Muro de Berlín, y en suma, apoyada en una creciente clase media, una Europa pujante se aleja de sus bases ideológicas, de los sindicatos, de las iglesias y se acerca al hedonismo, la individualidad y el laicismo político. Lo que quedaba era la inercia.

Primero cayó la Socialdemocracia porque no entendieron los cambios. Los obreros abandonaron los sindicatos, y los sindicatos se radicalizaron a la izquierda. La centro izquierda de la crisis del 2008 y 2015 habla de austeridad fiscal, privatizaciones, de deslocalización hacia mercados laborales más baratos. No defiende a su base electoral, ni las políticas sociales que marcaron su agenda en buena parte del Siglo XX. Se reinventan adoptando una orientación hacia las minorías, los colectivos y el medioambiente y la identidad de género. Pero no escuchan la molestia de las clases populares ante las amenazas que supone la migración a sus puestos de trabajo, ni la pérdida de poder adquisitivo. En 2021 la socialdemocracia europea alcanza sus niveles más bajos desde los años 60, y ha caído de forma sistemática desde el 2005. Para muchos de sus antiguos partidarios, hoy defraudados, no representan nada, sólo el poder por el poder, como lo estamos evidenciando en España, por ejemplo.

Cabría suponer, entonces, que el declive de la socialdemocracia resultaría en el ascenso de los partidos pertenecientes a la corriente principal de centro derecha, es decir, los partidos conservadores, democristianos y liberales, firmes defensores de las economías capitalistas y, de la austeridad fiscal, la integración europea, el Estado de Bienestar, y las relaciones internacionales basadas en intereses y defensa de los valores europeos. En el caso de los conservadores y democristianos, hay ciertamente el respaldo a temas tradicionales e inherentes a la familia.

Sin embargo, el declive de la socialdemocracia no supuso un repunte en la democracia cristiana o de sus aliados liberales y conservadores. Quizás los liberales hayan logrado una mayor estabilidad, mientras que, tanto los conservadores, como la democracia cristiana ha visto una erosión moderada pero constante, llevado incluso a algunos partidos a rebautizarse con nombres más neutrales, como Centro o Populares.

Los motivos detrás del declive varían más en el caso de este grupo de partidos; la mayor de las razones, su vínculo con una corriente religiosa o la percepción de que son extremadamente moderados en sus posturas, esto sobre todo en el caso de los conservadores, que han perdido base militante en favor de derechas más radicales.

Pero también la falta de contacto con los nuevos temas, más inmateriales, que empezaron a preocupar a los jóvenes y poco a poco también a las clases medias, su base electoral natural. Y estos son temas relacionados con la ecología y el cambio climático, los derechos de la mujer, el comercio justo, entre otros. Sin embargo, el tema más álgido que preocupa a los votantes de derecha, es sin duda, el multiculturalismo y la inmigración, tema que para estos partidos resulta muy difícil de abordar.

Los ciudadanos se sienten defraudados por unos y otros, y en el horizonte aparecen alternativas populistas de izquierda o derecha, cada vez más atractivas para el votante porque tocan de manera simplista temas que conectan con el electorado, al saber interpretar su frustración por la pérdida del poder adquisitivo y la estabilidad laboral, y los canalizan hacia sentimientos anti capitalistas, anti élites, anti UE o anti occidente, anti inmigración, anti globalización, o cualquier postura anti sistema dominante que sirva de caldo de cultivo.

Entre estos populismos, destacan los cercanos a Rusia, los que van en contra de la Unión Europea, o del sistema multilateral de gobernanza internacional como mecanismo de respuesta a problemas colectivos de paz, seguridad y desarrollo; los que se oponen a los valores judeo-greco-cristianos que sirvieron de bases fundacionales a la civilización occidental, y los que van en contra de la economía de mercado, o contra la democracia, y de manera indirecta o disfrazada, en contra de los valores universalmente aceptados como derechos inalienables de la persona humana.

Quo vadis Europa?

Europa no escapa al cambio de época que estamos presenciando, con el agravante de que se juega su futuro. Está en una encrucijada. Le urge recuperar el poder adquisitivo y restablecer el contrato social entre gobernantes y gobernados. Requiere de nuevas formas de productividad y competitividad que permita recuperar presencia internacional, rescatando incluso, mercantilismos de antaño. Pero también tiene que defenderse en lo inmediato, con instrumentos internacionales disuasorios que parecen obsoletos, por lo que imperan fórmulas cargadas del egoísmo y asertividad de quien lucha por su supervivencia.

Esta sensación de desorden, de incertidumbre generalizada, de lucha geopolítica en movimiento y de agitación social a lo interno cristalizará en la nueva crisis que desde ya se cierne en el frente.

Aunque aún no sepamos por cuál flanco aparecerá.