POR: ASDRÚBAL AGUIAR
Secretario General de Iniciativa Democrática de España y las Américas. Miembro de la Real Academia Hispanoamericana de Ciencias, Arte y Letras.
Putin-Jinping, ¿asociados en Ucrania?
Conmovido el mundo con el acto de agresión de Rusia a Ucrania, cuya condena no debe cesar, ojalá se amalgame sobre su real trasfondo. Corremos el peligro de que, bajo el dominio del ecosistema de instantaneidad y virtualidad dominante hoy en Occidente, miremos los árboles, no al bosque.
Lo hecho por Rusia es y no es un Cisne Negro. Lo es, en tanto que todos distraídos con el jolgorio del relativismo cultural y político en boga, catapultado por la caída de la URSS y el ingreso de la Humanidad a las revoluciones digital y de la inteligencia artificial, ahora nos hacemos los sorprendidos por el acto señalado de violencia militar, más propio del siglo XIX y la primera mitad del XX.
Pero no lo es, puesto que la agresión al pueblo ucraniano y su artera masacre es una escala en la estrategia de relajamiento de las fortalezas de Occidente, forjada desde el Oriente. El adormecimiento de nuestras conciencias avanza desde hace tres décadas. El Covid-19 lo ha acelerado.
Los temas singulares de aquella han contado con la complacencia, incluso, de los gobiernos democráticos en América Latina. Ninguno ha querido reparar en que aquéllos ahora se revelan como distractores del verdadero propósito que evidencia el hecho de la guerra, a saber, la forja de un orden global sustitutivo del anterior, nacido en 1945. Desde entonces, no siempre con éxito, a la soberanía de los Estados y al poder de sus gobiernos se les ha contenido bajo la regla universal del respeto y garantía de los derechos humanos.
Rusia y China, a los que se les aproximara Irán han creado una «triple alianza». El pasado 21 de enero la presentaron otra vez en sociedad con las maniobras navales conjuntas en el Océano Índico. Dos días antes, el presidente iraní Ebrahim Raisí visitó a Vladimir Putin para afirmar tal comunidad estratégica: “Llevamos más de 40 años enfrentando a los estadounidenses. Y jamás detendremos el progreso y el desarrollo debido a sanciones y amenazas”, dijo.
Llegado el 4 de febrero, Putin y su homólogo chino Xi Jinping, trazan por escrito las bases de lo que será, según ellos, la nueva realidad planetaria: “Las relaciones internacionales entrando en una nueva era y el desarrollo sostenible global”, reza el título del documento que suscriben.
No se requiere ser perspicaz para constatar que, todas a una de las realidades e ideas fuerza que se han cocinado en Occidente – así en Venezuela y también en Nicaragua como en Perú y ahora en Chile, bajo égida cubana y ruso-china – han encontrado como ejes articuladores al Foro de Sao Paulo, a su reconversión progresista del Grupo de Puebla, al Partido de la Izquierda Europea asociado a estos, y trasegados sus insumos a la Agenda de la ONU 2030. Pero, todas a una alcanzan su gran síntesis y paraguas, para lo sucesivo, en el Acuerdo Putin-Jinping/2022.
La contracara histórica de este, mirándola por el retrovisor, es y son la Declaración de St. James y la Carta del Atlántico, de 1941, y la Declaración de Washington de 1942, en las que Occidente se comprometió a construir una paz duradera sin amenazas de agresión, bajo un régimen colectivo de seguridad, afirmado sobre la idea compartida de la inviolabilidad de la dignidad de la persona humana.
Efectivamente, la posibilidad de que las cuestiones mundiales se conjugasen, normativamente, en favor de la libertad – de allí la consagración de los derechos a la participación política y la asociación, bajo el imperio de la ley y para garantizar al conjunto de los derechos humanos, según la Declaración Universal de 1948 – requería de un poder comprometido con el sostenimiento del sistema de Naciones Unidas naciente, consecuencia del Holocausto.
Como paradoja, Rusia, China, Estados Unidos e Inglaterra, desde el mismo Teherán, habían fijado esa estrategia militar necesaria en 1943, concretada en el Consejo de Seguridad de la ONU. Todo esto parece haber llegado a su final.
Putin y Jinping vuelven en su acuerdo, obviamente sobre los temas preferidos del globalismo: gobernanza digital, transición verde, identidades, nacionalismos culturales, entre otros. La innovación, es que a diferencia de sus tributarios anteriores se refieren, esta vez, a la democracia y al Estado de Derecho. No lo hace siquiera la Agenda ONU 2030, presumiendo que se pueden asegurar derechos humanos en defecto de la experiencia integral de la democracia.
Los padres del manido acuerdo sobre el orden naciente, quienes se autoproclaman “potencias mundiales”, han resuelto que la democracia y los derechos han de ser los que determinen cada pueblo, cada nación, a su arbitrio: “Una nación puede elegir las formas y métodos de implementar la democracia que mejor se adapte a su estado particular, basado en su sistema social y político, sus antecedentes históricos, tradiciones y características culturales únicas”, dicen. Y agregan lo que es un oxímoron, a saber, que la gente de cada país puede decidir democráticamente si su Estado es o no democrático.
Lo que sí es un Cisne Negro, a todas estas, es que Rusia y China han podido moverse con la fluidez de los amos por los pasillos de las Américas y Occidente, predicando y financiando la validez de las dictaduras del siglo XXI.
Para asegurar el desorden emergente y el deconstructivismo cultural y político que este apareja, aquellas anuncian como garantía de su fórmula “el equilibrio de poder internacional y regional”. Hablan de multipolaridad, pero sólo resucitan el principio del equilibrio de las fuerzas, fundamento de la vieja Sociedad de las Naciones (1919) y que, por lo mismo, mal pudo frenar la Segunda Guerra Mundial. Lo oponen otra vez al de su sucesora, la ONU (1945), aún vigente, que aún intenta, sin lograrlo, asegurar la paz mirándose en la Humanidad mancillada y no en los cañones.
Putin y Jinping, por cierto, anuncian que reescribirán la historia de esa Segunda Guerra, con énfasis en la memoria de los nazis derrotados con sus armas, no reparando en sus víctimas, los judíos. Así que, al mover la primera pieza en el tablero de ese ajedrez geopolítico naciente, Putin se escuda y excusa en que está persiguiendo a los nazis ucranianos, mientras China se abstiene y guarda el silencio de los cómplices.
¿Nace la guerra en Venezuela y le devuelve sus efectos?
No me atrevería a afirmarlo, pues resultará hiperbólico. Mas presumo que las trágicas realidades que se engullen al mundo actual, aceleradas por la pandemia del Covid-19 y la señalada guerra de agresión contra Ucrania, encuentran algún anclaje en la Venezuela de inicios del presente siglo. Aquellas cierran un ciclo (1989-2019) y marcan un quiebre «epocal» para la Humanidad.
Cuando los rumbos se nos hacen amenazantes o inciertos, lo enseña Ulises y a fin de proseguir, la mirada hacia atrás se vuelve instintiva. Así que traigo a colación las razones que animaran a los gobiernos de Libia e Irak en 1998, reunidos por Fidel Castro, para comprometer su apoyo financiero al candidato presidencial Hugo Chávez Frías. Les venía como anillo al dedo contar como aliado a la industria petrolera venezolana para sus luchas contra Estados Unidos. PDVSA, una de las más prestigiosas transnacionales del mundo, era parte de la seguridad energética de Occidente, tan icónica como lo fueran para el mundo capitalista las Torres Gemelas de Nueva York, derrumbadas en 2001.
No es casualidad que al concluir su presidencia Rómulo Betancourt, en 1964, después de haber enfrentado a las invasiones armadas del comunismo sustentado por Rusia en el Caribe, haya dicho sobre lo “fácil resulta explicar y comprender por qué Venezuela ha sido escogida como objetivo primordial por los gobernantes de La Habana para la experimentación de su política de crimen exportado. Venezuela es el principal proveedor del Occidente no comunista de la materia prima indispensable para los modernos países industrializados, en tiempos de paz y en tiempos de guerra: el petróleo”. Luego agregaría, con juicio visionario que “resulta así explicable cómo, dentro de sus esquemas de expansión latinoamericana, conceptuara Cuba que su primero y más preciado botín era Venezuela, para establecer aquí otra cabecera de puente comunista en el primer país exportador de petróleo del mundo”.
Diluidas tales referencias en el tiempo y llegado luego el instante en el que Chávez, después de superar la crisis de su frustrada renuncia del 11 de abril de 2002 ha de tropezarse con un referendo revocatorio de su mandato, que al termino le desfavorecía – a pesar del apoyo que a su pedido le otorga el mismo Castro, serán los observadores norteamericanos quienes le salven, en 2004. La cuestión petrolera fue otra vez lo determinante. La voluntad legítima del pueblo venezolano expresada en esos comicios «destituyentes» se obvió, por subalterna para los gobiernos de las Américas y europeos.
Al término de ese año, el secretario general de la OEA y expresidente de Colombia, César Gaviria, quien en yunta con el presidente Jimmy Carter y su Centro de Atlanta facilitan los célebres Acuerdos de Mayo, se muestra preocupado por la deriva totalitaria del gobernante venezolano. Le recuerda a este que puede llevar a cabo su «revolución», mientras no burle los términos de la Carta Democrática Interamericana.
Chávez había puesto en marcha La Nueva Etapa, El Nuevo Mapa Estratégico de la Revolución Bolivariana. Sobre su contenido escribo desde las páginas del diario El Universal, sin ser escuchado. Se trataba de otra hipérbole para la opinión de circunstancia, la dominante. Presentó aquél, asociado otra vez con La Habana y el Brasil de Lula da Silva, cuyo emisario se suma al propósito de frustrar los resultados del referendo del 15 de agosto anterior, las líneas maestras de lo que era la aspiración globalista de los causahabientes del derrumbe soviético.
– “El acercamiento a España es algo vital para nuestra revolución, para nuestro gobierno y eso puede hacerse desde la más remota alcaldía de Venezuela”, precisa Chávez entonces y el tiempo le dará la razón.
– “Los enfrentamientos entre los fuertes debemos aprovecharlos… para nuestra estrategia. La Unión Europea, vemos que esta se consolida y eso es muy importante para nosotros, para nuestra estrategia, porque eso debilita la posición de los Estados Unidos”, agrega. Y no se queda allí, en lo filatero, La Nueva Etapa. Muestra un esbozo de estrategia «logarítmica» por su empeño de trascender, que avanza desde antes. Es la aspiración del Foro de Sao Paulo y de su más reciente mascarón de proa, el Grupo de Puebla, como del Partido de la Izquierda Europea. Todos a uno, a la sazón, encuentran el sólido apoyo de Naciones Unidas. Y desde allí se construyen la manida tesis del desencanto democrático (Informe Caputo, 2004) y la Agenda 2030 (ONU, 2015). Los mencionados pactos entre Putin y Jinping, suscritos en Beijing, son el sello final en la construcción de la narrativa.
Pero al no bastarles el «negocio» a los actores distintos del populismo autoritario emergente a nivel global, saben bien que, para alcanzar el estado de ocio, lo diría Cicerón y lo entiende Chávez desde antes, lo primero es derribar los obstáculos «políticos» y culturales.
– “En las repúblicas exsoviéticas … queda una nutriente… Ahí quedó una semilla que ahora parece estar rebrotando”. “China tiene mucho dinero y quiere invertir en estos países. Vamos a invitar a esos capitales chinos. Estamos en el nuevo momento, ellos fortalecidos, nosotros fortalecidos, es el momento de ensamblar”, afirma con la perspicacia de un diablo iluminado.
Tales tiempos de lo venezolano se volvieron papeles con destino, por lo visto. Han sido irrelevantes para una gran mayoría, pues el cerco de silencio al respecto, sumado a nuestra cultura de presente, lo impusieron tirios y troyanos, el régimen y la oposición partidaria.
Hoy reivindico, cuando menos, la frase que me deja entonces el Nuncio Apostólico, André Dupuy, con décadas de servicio en la diplomacia vaticana y luego de comentarle mi frustración ante la miopía colectiva en 2004: “El Norte los entregó, los dejó solos”.
Los acuerdos sobre el Nuevo Orden Global suscritos hace un mes, son así el gran paraguas de las dictaduras del siglo XXI moldeadas hasta ayer. El «tour de force» en Ucrania es un bautizo de sangre, para dejar atrás al orden mundial que fenece, nacido en 1945: Cada localidad de Occidente habrá de labrarse, sola, su libertad o elegir a su dictadura, democráticamente. Es la regla que emerge. Es lo que hace memorable la denuncia del presidente ucraniano: “Nos dejaron solos”. Y el petróleo, otra vez, se sitúa en el centro de la tragedia y de su difícil solución.
¿Despertará Occidente?
Han despertado los ucranianos a los occidentales europeos y americanos. Sale Occidente de su Metaverso, en fin, de su enajenación y aislamiento virtual para condenar lo que es también su pecado de omisión, el regreso de la guerra armada en un tiempo de francachela y deconstrucción durante el que ha derribado sus íconos, quemado sus templos, y la memoria la ha sido revisada para demandarle cuentas a los muertos, en nombre de la libertad.
La Asamblea General de la ONU, ante la parálisis del Consejo de Seguridad dada la cuestión de la guerra contra Ucrania igualmente ha abandonado su abulia. 141 sobre 193 de sus Estados miembros han condenado la ruptura de la paz. Sólo eso. Y la Corte Internacional de Justicia ha intimado a Rusia jugándose su autoridad y en términos que diluyen la gravedad del evento, la suspensión de sus “operaciones militares”. A ambas partes les exige “garantizar que no agravarán su controversia”. No van más allá, pero acaban con la razón ética que exige discernir entre víctimas y victimarios. Hielan la sangre todos.
Las narrativas de Oriente y Occidente, en la hora, contrastan abiertamente, por lo que se aprecia. No tanto por situarse la guerra en los espacios de aquél y próximos a los de este, cuando por mirarse Rusia y China en una perspectiva de muy largo aliento. Resuelve geopolíticamente con vistas a una Era Nueva, sobre los temas de la democracia y los derechos humanos, acerca del desafío ambiental en el planeta, sobre la gobernanza digital, la autoridad que les da como potencias mundiales sus arraigadas tradiciones milenarias, en fin, reordenan al multilateralismo como vistas a dirigir desde Oriente los negocios globales. La ONU y Europa con su manifiesto de Versalles, incluida la OTAN con sus gobernantes y por lo pronto, se bastan con ser reactivos ante la conflagración en curso. Nada más.