Gehard Cartay Ramírez es abogado por la UCV, dirigente político demócrata cristiano, escritor, diputado al Congreso de la República (1974-1992) y gobernador del estado Barinas por elección popular (1993-1996). Autor de varios libros sobre la historia política contemporánea de Venezuela.

 

Siendo realistas, y no pesimistas, salir del presente régimen no parece tarea fácil, tanto por sus fortalezas como también por las debilidades de la dirigencia opositora en estos 23 años.

Al referirme a estas últimas intento una evaluación crítica –nada novedosa, por lo demás– de la actuación de los dirigentes opositores y llamar la atención sobre la cadena de errores que, en estas dos décadas, han marcado la actuación de cada grupo o facción en que se ha dividido lamentablemente.

La primera de todas ellas es no haber entendido, desde el principio, la verdadera naturaleza del chavismo. No la percibieron en 1998 las cúpulas de AD y Copei al haber menospreciado la candidatura presidencial de un oscuro teniente coronel golpista, al mismo tiempo que subestimaban a los factores de poder económico y comunicacional que, a partir de la segunda mitad de aquel año electoral, terminaron sirviéndole de soporte financiero y propagandístico.

Tampoco la entendieron aquellos dirigentes políticos a quienes sorprendió, a última hora, la victoria de Chávez Frías. Como no comprendían lo que este se traía entre manos, creyeron que el juego democrático continuaría como había sido desde 1958, sin faltar, por otra parte, quienes lo apoyaron de buena fe, pero ingenuamente. La trampa de la Constituyente y de la llamada “relegitimación” del presidente, diputados, gobernadores y alcaldes, realizadas en 1999 y 2000, respectivamente, terminó de echarlos a un lado del camino, mientras la tesis de los nuevos liderazgos, impulsada por el régimen, empezó a ganar adeptos entre los opositores.

Fue así como en sus comienzos la gran mayoría de los dirigentes opositores no descifraron a cabalidad el carácter militarista del proceso que se iniciaba, con fuerte anclaje al interior de la Fuerza Armada Nacional. A partir de entonces no se ocuparon de adelantar una política dirigida a salvaguardar la institucionalidad castrense, tal como se había hecho desde 1958, con el propósito de preservar su obediencia al poder civil. Y luego de los sucesos de abril de 2002, a pesar de que entonces el militarismo chavista controló finalmente la situación y dejó sin piso a la alta oficialidad, la dirigencia opositora abandonó su relacionamiento con el mundo militar, después de lo cual Chávez dio rienda suelta al proceso de politizarlas en beneficio de su proyecto de poder vitalicio.

En paralelo, la antipolítica también continuó avanzando tras su victoria en 1998. Sólo que al darse cuenta que no iban a poder manejar a su protegido de entonces, pero impidiendo también que los desplazados recuperaran el terreno perdido, esos mismos sectores de poder económico y comunicacional ya señalados aprovecharon la rebelión popular del 2002 y la inmediata renuncia de Chávez a la presidencia para imponer un nuevo gobierno, que apenas duró tres días e hizo de la torpeza su única política.

Para complicar aún más las cosas, a partir del referéndum consultivo de 2004 el chavismo inició su tarea de destruir el sufragio como institución. Lo volvió a hacer en las presidenciales de 2006, cuando “ganó” por tercera vez; aceptó “la victoria de mierda” de la oposición en el referéndum de 2007 e inmediatamente convocó otro sobre la misma materia en 2008, en el que obtuvo un “triunfo” empañado por sospechas de fraude. Y así sucesivamente, hasta hoy, la actuación opositora ha tenido lamentables resultados y demostrado una capacidad extraordinaria para insistir en el error, sin tener la inteligencia de plantear nuevas estrategias de lucha.

La segunda debilidad ha sido la medianía de la mayoría de la dirigencia de la oposición. Hay que admitir que –con las excepciones del caso– no han estado a la altura de los desafíos planteados desde que se inició el presente régimen. La dirigencia tradicional, sin comprender cabalmente qué había pasado, dio en 1999 un paso al costado, no se sabe si por cálculo o cobardía. En las elecciones presidenciales siguientes, ante tal vacío de liderazgo, la base opositora inercialmente le dio sus votos en mala hora al también teniente coronel golpista Francisco Arias Cárdenas –quien aparentemente se había distanciado de Chávez–, en lugar de construir una opción propia. Los años posteriores fueron de ensayo y error, sin dar pie con bola, confundidos y sin lograr entender lo que estaba pasando y, lo que resultó más grave, sin haber diagnosticado a un adversario poderoso e inescrupuloso, entonces crecido e implacable. Esta situación inaudita continúa al día de hoy.

No hemos tenido en todo este tiempo líderes con visión de corto, mediano y largo alcance, y para evidenciarlo están a la vista los resultados. Hemos carecido de una conducción realista e inteligente como la que en su tiempo y frente a grandes dificultades ejercieron Rómulo Betancourt, Rafael Caldera y Jóvito Villalba. La mayoría de la dirigencia política actual se ha atascado en un activismo inútil, incapaces de reencontrarse entre ellos mismos, sin sentido de grandeza ni de la historia, tema este que, por lo visto, no les interesa en modo alguno. Hay una gran orfandad ideológica e intelectual y algunos sólo aprovechan esta coyuntura en función de sus intereses personales, y no de los del país.

Tal vez esta dramática realidad explique la tercera debilidad opositora: su falta de unidad. Cierto es que la misma se construyó venciendo grandes dificultades a partir de 2006 –con la candidatura del gobernador zuliano Manuel Rosales– y se mantuvo en las elecciones presidenciales de 2012 y 2013 con Henrique Capriles como abanderado, aunque no se tuvo el coraje para reclamar lo que pareció un triunfo de este último; en las regionales de 2014; y en las parlamentarias de 2015, con los resultados ya conocidos. Pero, a partir de este último momento estelar, la unidad se fracturó, como consecuencia de la guerra de egos y de la estrategia del régimen para provocar la división en la oposición, con las secuelas también conocidas: la llamada “mesita de diálogo” y la irrupción de los “alacranes”, a quienes impusieron como directivos de los partidos intervenidos por el TSJ.

Este diagnóstico sumario, por supuesto, no pretende dejar por fuera los inmensos obstáculos creados desde el principio por el régimen y que la oposición no ha podido superar. Desde la conversión del CNE en una dependencia del chavomadurismo, pasando por la utilización del alto tribunal para judicializar a los partidos opositores sin atenuantes, hasta el control de la institución castrense como instrumento politizado y armado del régimen, todo ello en contravención con la Constitución. No es poca cosa, por cierto.

Aun así, no deja de ser irresponsable la falta de unidad que hoy exhibe la oposición en general, incapaz de reunirse alrededor de una estrategia inteligente y de crear un mensaje y una mística que convoque a la gran mayoría de los venezolanos, opuestos a este desastre chavomadurista que ha arruinado y destruido al país.

La unidad opositora y la rectificación estratégica constituyen elementos indispensables para continuar la lucha. Los dirigentes opositores deberían dedicarse a lograr ambos objetivos y profundizar así el combate para derrotar la tragedia que nos afecta y a sus causantes.