MARÍA ALEJANDRA ARISTEGUIETA
Internacionalista. Ex embajadora. Directora de Estrategias de Gobernanza Global en Vision 360, Multitrack Diplomacy

Hablar de Ucrania desde la perspectiva europea, un año después de cumplirse el primer bombardeo, no resulta fácil.

Hemos pasado de la sorpresa y el estupor, al característico entumecimiento que toda noticia abrumadora –acompañada de imágenes apocalípticas– puede causar. La mente se protege y se adapta. El perpetrador de tanto dolor lo sabe. Por eso apuesta al agotamiento de la atención mundial mientras continúa el castigo inmisericorde a una población que osó pensar diferente y aspirar a un destino propio, o a aquello que, tanto la propia Rusia como sus aliados, suelen eufemísticamente llamar el derecho a la autodeterminación de los pueblos.

Podemos gastar páginas tratando de analizar y entender esta guerra de invasión, impensable en Europa desde el fin de la Segunda Guerra Mundial, en 1945. La creación posterior de la Organización de las Naciones Unidas como gran pacto de gobernanza global basado en normas internacionalmente acordadas por todos sus miembros, vino a refrendar ese espejismo que este año de guerra ha, finalmente, disipado. A pesar de la guerra en los Balcanes de los años 90, para la Europa cuna de la democracia y los derechos humanos, resulta un tabú arreglar las cosas por la vía de la fuerza. No quiere entender que, al resto del mundo, si se le da la oportunidad, lo hará. La negación viene además acompañada de un engorroso proceso interno de decisión, de intereses económicos distintos y a veces contrapuestos, de ser el blanco de misiles nucleares a poco más de sesenta segundos de distancia apostados en el enclave ruso de Kaliningrado, entre Polonia y Alemania; y de tener una población en declive, tanto en edad como en poder adquisitivo.

También podríamos adentrarnos en los orígenes históricos comunes de dos países que datan de más de mil años. Es cierto que ambos están ligados desde el siglo IX cuando se creó la primera entidad política, la Rus Kiev, que llegó a abarcar el territorio que va desde el Mar Blanco en el norte hasta el Mar Negro en el sur, o lo que a grandes rasgos es hoy el territorio de Ucrania, Belarús, y Rusia. Más aún, el producto de la mezcla de etnias que componían ese territorio, junto con el intercambio cultural y la adopción de la religión cristiana ortodoxa hace que ucranianos, bielorrusos y rusos compartan raíces étnicas, culturales y religiosas. No obstante lo anterior, ello no podría justificar “la gran nación” a la que apela Putin en el juego de medias verdades e instrumentación política de los hechos cuando se remite a este tránsito histórico conjunto. Tal tesis deja convenientemente por fuera una realidad más reciente, en la que Ucrania declaró su independencia de la URSS al igual que lo hicieron todas las repúblicas que se encontraban bajo su égida, así como aquellos Estados que no formaban parte formal de la URSS pero sí del Pacto de Varsovia como Estados satélites, de influencia directa soviética. Todos ellos adquirieron pleno control sobre su territorio y su población, con potestad para definir su forma de gobierno, y con capacidad jurídica internacional para ser reconocidos por el resto de los Estados del mundo, relacionarse con ellos, y pertenecer a los organismos y alianzas internacionales de su preferencia. Importante destacar, igualmente, que este proceso sucede luego del colapso de la Unión Soviética, sin que mediara oposición ni resistencia por parte de Rusia, simplemente porque no podía ocuparse del “extranjero próximo” como se conoce en los predios del Kremlin a la franja de países que los circunda y que le sirven de muralla.

Lo cierto es que, para hablar de la guerra en Ucrania, hay que hablar de la historia del Putin Presidente y sus delirios, pero no sólo de eso.

Por una parte, su estilo ha sido ampliamente analizado y documentado en estos más de veinte años que lleva en el poder. Ya desde el principio de los años 2000 se levantaban voces para señalar sus derivas antidemocráticas cuando re-adjudicó las empresas compradas por los hombres cercanos a Yeltsin (quienes habían conformado una nueva oligarquía) y apresó las primeras voces disidentes. En efecto, bastante que nos ha dejado saber cuáles son sus intenciones. Como tantos otros dictadores, Putin va informando lo que va a hacer, y a lo largo del tiempo lo ha hecho. Desde desmontar el proceso de democratización iniciado por Gorbachov y Yeltsin, hasta censurar medios, apresar y liquidar adversarios, centralizar todo el poder en sus manos, crear un entorno empresarial que depende de su voluntad y favores, hasta defender amigos dictadores en otras latitudes, hemos sido testigos de cada uno de los pasos en su trayectoria. Primero, como ya hemos dicho, neutralizando, castigando y eliminando adversarios internos mientras enriquecía a un entorno leal, y posteriormente, comprobando el alcance de sus actuaciones externas. Su ascenso y fortalecimiento ha sido paulatino, construido sobre bases comprobadas.

Y es allí donde viene como anillo al dedo el refrán inglés “se necesitan dos para el tango”. El dictador se hace no sólo porque quiera hacerse, sino porque quienes deben adversarlo y mantenerlo a raya, no oponen resistencia. Resulta necesario entonces, revisar el otro lado, el del campo democrático. Porque las respuestas débiles, los llamados al entendimiento o las amenazas que no se cumplen, han jugado un rol determinante en la manera cómo ha evolucionado la relación de Putin con Europa, Estados Unidos y el resto de la comunidad internacional.

En el 2007, Putin anunciaba que se resistiría a un mundo unipolar, y que por lo tanto rediseñaría el orden internacional a través de la política del poder. Poder de Rusia como potencia mundial, como lo fue antes y como siempre ha aspirado de nuevo a ser, bajo el mando de quien ambiciona convertirse en el nuevo padre de la patria, al estilo de Pedro el Grande. Ante esta amenaza expresada delante de líderes mundiales, Europa permanece prudente, avergonzada de amenazar, porque en democracia, es un tabú tanto hablar de guerra como ser firme en la defensa de los valores europeos. En consecuencia, Europa inicia el despliegue de acciones que persiguen disuadir a través de la persuasión y la esperanza de que sean la economía y los intercambios comerciales los que logren el apaciguamiento. Estados Unidos, por su parte, centraba su agenda internacional en la lucha contra el terrorismo islámico, y la creciente amenaza que supone China. No hay tiempo ni razones para darle beligerancia a un país en declive.

Los países limítrofes con Rusia, o de su “exterior próximo”, sin embargo, vieron las cosas de otro modo. Estos expresaron reiteradamente sus preocupaciones por el avance de las ambiciones expansionistas rusas, o la manera cómo sofocó intentonas consideradas rebeldes, o cómo creó el caos y la división fomentando movimientos separatistas rusos al interior de varios países. “Occidente” no reaccionó. En el año 2000 arrasó con la capital de Chechenia, Grozny, más allá de todo objetivo militar, con la intención de castigar al pueblo checheno por haber osado apoyar un movimiento separatista. La ciudad devastada serviría de medida ejemplarizante a la vez que proporcionaría una oportunidad para testear la respuesta internacional. Igual sucedió con Georgia en el 2008, país al que invadió y le arrancó los territorios prorrusos de Osetia del Sur y Abjasia. Posteriormente, en el 2014 invadió Crimea y la anexó a Rusia, a la vez que creaba un movimiento separatista en el Donbás, siguiendo la misma línea de acción que en el pasado. En el 2015 se convierte en el gran aliado de Bashar Al Asad, repitiendo la estrategia utilizada en Grozny y desplegando bombardeos que arrasan con Alepo, a la que destruye inmisericordemente por albergar rebeldes islámicos. Además, le proporciona armas químicas al régimen sirio para que las utilice en contra de su propia población. El mensaje es claro: no abandona sus amigos y aliados, y si es preciso, defiende sus valores que son los propios, mientras lanza un mensaje al resto de los países del medio oriente.

Sí, hubo declaraciones, sí, Obama emplazó a no pasar de una línea roja (como hace poco también lo hizo Biden), sí, impusieron sanciones. Pero la atención estaba en otras agendas, y seguros de que Rusia no tenía la fuerza militar para convertirse en una verdadera amenaza, la comunidad internacional no fue más allá, antes por el contrario se mantuvo indiferente o evaluó ganancias indirectas, y “l’a laissé faire”.

Por lo tanto, la historia de la guerra por invasión a Ucrania es la crónica de una guerra anunciada. Ucrania ha resistido cívicamente los embates del prorrusismo interno, y ha persistido en su voluntad de ser un país democrático orientado hacia Europa. Es una amenaza permanente que alimenta los sueños de los rusos que persiguen la democracia en su propio país. Por lo tanto, su población debe ser castigada, como lo fue la de Grozny, o la de Alepo.

Ahora bien, después de Ucrania, ¿qué? ¿Quién será la próxima víctima de Putin? ¿Qué otro país atacará para asegurarse su protección? Moldavia, Polonia, Hungría, Georgia, los Estados Bálticos: todos se sienten amenazados. El Kosovo denuncia la amenaza de Bosnia, abierto aliado de Rusia en los Balcanes. Ninguno pierde de vista que hablamos de un dictador mesiánico con capacidad nuclear.

En resumen, en este año que ha transcurrido, pasamos de la indiferencia al espiral de miedo y violencia, es decir, mientras Europa se busca, Estados Unidos, al mejor estilo estadounidense, entendió tempranamente la amenaza y la vio como una buena oportunidad para reactivar su economía a través de la venta de armas. A su vez, los países del Este de Europa, conociendo al enemigo por dentro y viendo las debilidades de los vecinos occidentales, prefirieron convenientemente refugiarse en esa opción, lo cual a su vez despertó las alertas de un Putin muy sensible a cualquier movimiento en su patio frontal y trasero. Siguiendo con esa lógica, cuando llegue el fin, Putin también lo tiene muy claro. “Après moi le déluge”, dicen los analistas franceses queriendo indicar que arrasará con todo, y que poco le importa la suerte que corra el mundo tras su desaparición. De esta manera, además confirma en su fuero interno que la catástrofe más grande del siglo XX fue la caída de la URSS.

Europa debe reflexionar sobre su rol. Sus acciones definirán el nuevo orden mundial que aparece ante nuestros ojos.

Sabemos que la democracia ha estado amenazada desde siempre, y esta guerra debe ser entendida desde esa óptica, la de los valores que definen este continente.