Juan José Monsant Aristimuño

 

La Organización del Tratado del Atlántico Norte, mejor conocida como la OTAN (NATO, por sus siglas en inglés) fue creada en la ciudad de Washington DC, el cuatro de abril de 1949 por doce países del llamado mundo occidental, diez de ellos europeos y dos del continente americano, Estados Unidos y Canadá.

El Tratado solo tiene 14 artículos, no se necesitaban más. Como la constitución estadounidense de 1787 de tan solo 7 artículos, y vigente desde hace ya 250 años. Pareciera que cuando se está claro en los objetivos, las naciones no tienen necesidad de extensiones explicativas, que las más de las veces se prestan a interpretaciones conflictivas que culminan en sus derogaciones, y un volver a empezar, una y otra vez, en una indescifrable ley del “corsi e ricorsi”, como lo visualizó Juan Bautista Vico en su momento.

Quizás antes de esa fecha había nacido ese Tratado. Al menos en los subconscientes de Winston Churchill y Franklin Delano Roosevelt, cuando se reunieron con su par soviético Joseph Stalin en el palacio imperial de Livadia en Yalta el 11 de febrero de 1945, con el fin de decidir sobre el status de Alemania una vez finalizada la guerra, y el reparto de Europa Oriental, prácticamente ya dominada por la Unión Soviética.

Y no se equivocaron los aliados occidentales (en particular Roosevelt y Harry Truman que temían una expansión del comunismo en Occidente, una vez finalizada la guerra). Para los europeos esto fue una realidad desde el mismo momento de finalizar oficialmente la Segunda Guerra Mundial (8 de mayo de 1945); los europeos se plantearon la necesidad de forjar alianzas ante futuras acciones bélicas contra sus territorios. Primero fue el Acuerdo de Dunkerque firmado en marzo de 1947 entre el Reino Unido y Francia, con el fin de la mutua asistencia ante posibles ataques de una Alemania reconstruida.

Luego, el 17 de marzo de 1948 Bélgica, los Países Bajos, Luxemburgo, Francia y el Reino Unido firmaron el Tratado de Bruselas, que prevé la defensa mutua de todos los países firmantes en caso de un acto bélico contra alguno de sus miembros. Tratado que fue el antecedente inmediato de la creación de la Unión Europea.

La dolorosa lección aprendida de los estragos de la Segunda Guerra Mundial, provocada por la Alemania nazi, llevó a Europa a identificar sus valores, su identidad compartida, en lo que se ha dado en denominar cultura occidental, “sustentada en los principios de la democracia, las libertades individuales y el imperio de la ley”, tal como reza el preámbulo de la Organización del Tratado del Atlántico Norte.

Para los efectos concretos de ser una alianza transcontinental unida por el océano Atlántico, bañadas sus costas o no por sus extensas aguas, le dan razón de existir dos preconceptos: 1) la democracia representativa como sistema de gobierno, y 2) la defensa unánime de cualquier acto bélico contra alguno de los países firmantes del Tratado (el mismo prevé la respuesta a adoptar si la agresión fuera entre países miembros).

El sustento de esos dos preconceptos se encuentra en el artículo 5 del Tratado: “Las partes acuerdan que un ataque armado contra una o más de ellas, que tenga lugar en Europa o en América del Norte, será considerado como un ataque dirigido contra todas ellas, y en consecuencia, si tal ataque se produce, cada una de ellas en ejercicio del derecho de legítima defensa individual o colectiva reconocido por el artículo 51 de la Carta de las Naciones Unidas, ayudará a la Parte o Partes atacadas, adoptando seguidamente, de forma individual y de acuerdo con las otras Partes, las medidas que juzgue necesarias, incluso el empleo de las fuerza armada, para restablecer la seguridad en la zona del Atlántico Norte…”

Como se observa, la letra del texto no deja lugar a duda, es un escudo territorial frente a un enemigo no identificado, de fuera de ese territorio, pero que, en puridad, estaba dirigido a protegerse del único enemigo potencial de las democracias europeas y de la América del Norte, la Unión Soviética y su modelo comunista del Estado, que no ocultaba para ese entonces sus apetencias expansionistas territoriales y culturales.

No se está lejos del modelo soviético. La actual Federación Rusa dirigida por Vladimir Putin, reproduce no solo el comportamiento de la extinta Unión soviética sino el de la antigua Rusia imperial, sustentado en la concepción geopolítica del “espacio vital” (Lebensraum), sistematizada a finales del siglo XVIII y principios del XIX por el geógrafo alemán Frederick Ratzell y el político sueco Rudolf Kjellen, quien concibió al Estado como un oŕgano vivo que necesitaba crecer, desarrollarse y expandirse para subsistir. Teorías utilizadas por el nacionalsocialismo de Adolf Hitler, pero practicadas por todos los imperios de la antigüedad sin necesidad de una fundamentación académica.

Stalin pretendía no solo expandir sus fronteras con Polonia, como ya lo había hecho, sino que se adjudicó Ucrania, Moldavia, Hungría, Rumania, Georgia, Bulgaria, Lituania, Letonia y Estonia; y mediante un golpe de Estado se apoderó de Checoslovaquia en febrero del 48, y tres meses después inició el bloqueo de Berlín, del sector administrado por los aliados ( Estados Unidos, Reino Unido y Francia), que obligó al puente aéreo entre Berlín Occidental y resto del mundo, garantizando así el abastecimiento diario de las necesidades materiales básicas de sus habitantes.

Se podría afirmar que esta fecha abrió el periodo internacional conocido como el de la “Guerra Fría”, entre la Unión Soviética y sus aliados y los Estados Unidos y sus aliados. Período inicial que se complementó con la firma del Tratado del Atlántico Norte, que como ya se ha dicho creó la OTAN.

Desde entonces, de los primeros doce países firmantes, su número ha venido aumentando hasta los 32 que lo conforman en la actualidad, incluyendo a Suecia que el pasado siete de marzo rompió su doctrina nacional de neutralidad, que venía desde las guerras napoleónicas; previniendo, quizá, la reciente repetición expansionista rusa en Ucrania.

La respuesta del líder soviético Nikita Jruschov frente a la OTAN fue el Tratado de Amistad, Cooperación y Asistencia Mutua firmado el 14 de mayo de 1955 en la capital de Polonia, conocido como el Pacto de Varsovia, entre la Unión Soviética y Europa Oriental.

Hoy, la totalidad de los países que firmaron el Pacto de Varsovia, salvo la Federación rusa, son miembros de la OTAN (Albania, Bulgaria, Hungría, Rumanía, Polonia, la República Checa y Eslovaquia; a la que se agregaron Estonia, Letonia y Lituania).

Desde su creación en 1949 la OTAN ha intervenido en muy variadas situaciones, casi todas preventivas. La primera fue en la Guerra del Golfo de 1990-91, solicitada por Turquía ante las amenazas de Iraq, prestando ayuda humanitaria a los antiguos países de la Unión Soviética, en Libia en 1998 en misiones de vigilancia, en la antigua Yugoslavia (Bosnia-Herzegovina) donde hizo su primera presencia de combate con misiones aéreas de bombardeos, en apoyo a los cascos azules, siendo la mayor operación militar en suelo europeo desde la Segunda Guerra Mundial; el 11 de septiembre del 2001, en acciones de vigilancia en territorio estadounidense, y única vez que ha sido invocado el artículo 5 del Tratado por un país miembro. Igualmente ha tenido presencia en Afganistán, Macedonia y Somalia, casi siempre en acciones de prevención y protección.

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Siendo que el Tratado de la Organización del Atlántico Norte se extiende desde el Ártico hasta la línea ecuatorial (medida adoptada de forma arbitraria por razones de ubicación geográfica y geoestratégica), podríamos preguntarnos qué lugar ocupan los países hispanoamericanos y cuáles consideraciones se tomaron para no incluirlos en el tratado fundacional.

Entre otras razones, quizás porque dos años antes de la creación de la OTAN en 1949, se firmó el dos de septiembre de 1947, en la ciudad de Río de Janeiro el Tratado Interamericano de Asistencia Recíproca (TIAR).

Para los efectos del Tratado de Río, como igualmente se le conoce, su jurisdicción comprende la totalidad del continente americano y el mar que le rodea hasta 300 millas de su costa; incluye el área comprendida entre Alaska y Groenlandia hasta las islas Aleutianas y región de la Antártida (art. 4to).

Aunque no lo dice específicamente, el artículo 3 del mismo señala: «Las Altas Partes Contratantes convienen en que un ataque armado por parte de cualquier Estado contra un Estado Americano, será considerado como un ataque contra todos los Estados Americanos…” No hace distinción el Tratado de Río entre los ataques intra y extra regionales, pero debemos tomar en cuenta que ya para 1947 se encontraba Occidente en una situación de pre “guerra fría” entre los Estados Unidos y la Unión Soviética, y por extensión entre las democracias occidentales y la expansión comunista, no solo en Europa sino en propio continente americano.

Varias veces se ha invocado el TIAR, cuando el bloqueo a Cuba en 1962, en El Salvador en 1969, durante la Guerra de las Malvinas en 1982, que fue desestimado por cuanto se consideró a Argentina como estado agresor, y en septiembre del 2001, cuando los atentados a las Torres Gemelas de Nueva York.

A instancia del presidente Hugo Chávez, en junio de 2012 los países miembros del ALBA anunciaron su retiro del Tratado. Durante el gobierno interino de Juan Guaidó, en 2019, se insinuó su disposición de invocar el TIAR, para remover militarmente al gobierno de facto de Nicolás Maduro, lo cual no se hizo.

La OTAN ha venido incorporando a estados de fuera de la órbita del Atlántico Norte, bajo diferentes figuras política-militares; una de ellas es la categoría de “socio global”, al cual aspiró Colombia en 2013, quizá bajo la presión de una Venezuela camorrera y amenazante que llegó a movilizar tanques y tropas hacia la frontera. Convirtiéndose Colombia en el 2018 en el primer país hispanoamericano en convertirse socio global de la OTAN, y designado en el 2022 por el presidente Joe Biden como “aliado importante extra-OTAN”.

Igualmente, Argentina aspira y así lo ha solicitado formalmente, su aspiración de “socio global” que no conlleva ser parte de la alianza militar pero sí en la categoría de asesoría, adiestramiento y planificación de las fuerzas armadas.

En esta particular categoría de “socio global” se encuentran entre otros Estados Australia, Irak, Japón, Nueva Zelanda y Pakistán. Como se observa, aquella localizada alianza defensiva europea y estadounidense de doce miembros, hoy la integran 32 Estados, a la que debemos sumar la categoría de aliados cercanos, o como se conoce en el derecho mercantil accionistas clase B, pero accionistas.

Es válido preguntarse dónde entra Hispanoamérica en esta gran alianza militar, ya mundializada que cuyo fin es defender militarmente valores humanos y sociales, que dan identificación a una manera de vivir de una gran parte de la humanidad. Para ello debemos interiorizar y asumir que la civilización pasa actualmente por el inevitable proceso de cambio conceptual. Quizá el mayor cambio conceptual que haya conocido la humanidad desde el Renacimiento; llamado por muchos, y en la teología, como “cambio epocal”.

Las potenciales acciones bélicas entre las naciones hispanoamericanas no se encuentran exentas de producirse entre sí, o llegadas de fuera. No serían guerras convencionales sino las que se conocen como asimétricas, híbridas o de cuarta generación, en la cual se confunden y conviven la militar convencional, con tanques, infantería, aviación y artillería, con la desinformación, control de los medios de comunicaciones, el terrorismo focalizado y la subversión.

Esto lo observamos con latente actualidad, en la invasión de Rusia a Ucrania, y con mayor intensidad en la invasión de Hamas a Israel, donde el objetivo fue la población civil no combatiente, la más vulnerable, mujeres, jóvenes, niños y ancianos, fue el blanco desprevenido, combinado con el secuestro masivo, la humillación, la tortura y la desmoralización.

Y pasados los días, luego del impacto inicial de repudio y desconcierto, se prolongó el hecho bélico con el control de los medios de comunicación para colocar a la víctima como victimario, y al victimario como víctima. Para luego pasar a una fase superior más cercana a la guerra convencional, como observamos en la reacción de Irán contra Israel.

Nuestro continente, a futuro inmediato, no está exento de este escenario. El encuentro en territorio americano de estas nuevas expresiones de control territorial, de choque de culturas extra regionales, se observan con acelerada intensidad en la presencia de potencias ajenas a la idiosincrasia continental. Rusia, China, Irán, Siria han convertido al continente y específicamente al territorio hispanoamericano en un laboratorio de confrontación y futuros escenarios de guerras no convencionales. Los casos de Venezuela, Nicaragua, Bolivia, Cuba, y hasta México mismo nos ofrecen la alerta sobre un escenario de guerras asimétricas dependientes de realidades extracontinentales, que pareciera inevitable en un futuro muy próximo, de no superarse localmente los escollos surgidos en la convivencia, en y con los valores que identifican la esencia de la democracia.

De allí que alianzas militares, en cualquier grado, con organizaciones internacionales como la OTAN, que tienen como fin la preservación de la libertad individual y la democracia, deben ser un objetivo a alcanzar a mediano o corto plazo en Hispanoamérica, tal como lo visualizó en su momento Colombia (2013), hoy, como decíamos, ya “socio global” de la OTAN desde 2017; y Argentina (ahora con aspiración a socio global, tal como lo ha expresado su presidente Javier Milei).

En este orden de ideas y ante la realidad mundial, prácticamente en estado de guerra generalizado, Venezuela, una vez alcanzada la democracia, debería plantearse, por conveniencia geopolítica realista, su acercamiento como aliado, socio global; vale decir su pertenencia de alguna manera a la Organización del Tratado del Atlántico Norte.