JOSÉ RODRÍGUEZ ITURBE
Abogado. Doctor en Derecho. Parlamentario venezolano. Profesor universitario.

Reconstruir la Nación. Reconstruir la República. Mientras se cumplía un año de la Guerra de Ucrania rebotaban en mi memoria las palabras luminosas de Asdrúbal Aguiar en la sesión conclusiva del Seminario sobre el Humanismo Cristiano promovido por el Consejo Superior de la Democracia Cristiana para Venezuela. Para reconstruir la República es necesario reconstruir la Nación. Sin duda, no sólo en nuestro caso sino también en el de Ucrania la temática conjunta de la Nación y la República ha estado y está presente.

Ucrania ha sido y es República porque en las circunstancias más adversas luchó (y lucha) por no dejar de ser Nación. No ha sido fácil. Su empeño continuado resulta, por ello, un referente al cual debemos mirar con esperanza los venezolanos para que pase y para cuando pase esta hora trágica, llena de sordideces, latrocinios y crímenes; y, sobre todo, para cancelar, histórica y políticamente, la tarea deliberada y perversa de aniquilación de la nación de todos.

Ucrania forma parte de un mundo eslavo que no tiene ―quizá guiada por el instinto de supervivencia― menosprecio ni rechazo del occidente europeo no eslavo. Representa el mundo eslavo con vocación europea. Fue la expresión cultural germinal del cristianismo oriental. Históricamente Ucrania muestra un punto de origen y una función de gozne. En el mundo eslavo Cirilo y Metodio afianzaron el cristianismo, con el apoyo de Miguel III de Constantinopla, dando a ese mundo una independencia y un rasgo espiritual y cultural propio. Y nadie puede escapar a su propia historia. Ni nadie ajeno a ella puede desconocerla, pretendiendo usar a un pueblo solo en su propio beneficio.

No puede comprenderse a Ucrania ignorando que ella está en el origen cultural y religioso de los pueblos de la antigua Rus. No puede comprenderse y respetarse a Ucrania sin reconocer y valorar su especificidad nacional; pretendiendo, con reduccionismos utilitarios, subsumir la nación ucraniana en un macro estatismo con intenciones de una unificación que, políticamente, ignora de manera deliberada las diferencias.

No puede comprenderse a Ucrania desconociendo la constante histórica de su permanente afirmación frente a los reiterados intentos de su negación como Nación por parte del inmenso Imperio Ruso. Pasó así en tiempos del Imperio Zarista. Pasó así en tiempos del Imperio Comunista. Sigue pasando así en el tiempo del intento de Imperio Post-Comunista.

La importancia de Ucrania, vista con ojos asimiladores rusos, ha estado (y está) fuera de discusión. Ya antes de la Revolución Bolchevique, después del Tercer Centenario de la dinastía de los Romanov, al inicio de la I Guerra Mundial, según señala Orlando Figues en su Historia de Rusia, las ocho provincias ucranianas producían un tercio del total del trigo que se consumía en el Imperio Ruso, dos tercios del carbón y la mitad del acero. En ese momento, sin Ucrania no podía pensarse en la Rusia Zarista como gran potencia. Con la revolución comunista de 1917, el primer Comisario del Pueblo para las Nacionalidades, en el gobierno inicial de Lenin, fue Stalin. Stalin no era ruso, sino georgiano; pero para la mentalidad soviética toda conciencia nacional era un tumor cancerígeno, con potencialidad metastásica. La mentalidad soviética era y es incapaz de distinguir entre patriotismo y nacionalismo. El patriotismo es una virtud y exige la conciencia de Nación. El nacionalismo es una enfermedad que niega la realidad y la virtuosidad de la conciencia de Nación, pretendiendo reducir ésta a sentimiento negador de los derechos de las naciones y las patrias ajenas. Pero fue y sigue siendo una verdad de base que sin Nación no hay República ni conciencia de Patria.

Lev Davidovich Bronstein, Trotsky, primer Comisario del Pueblo para las Relaciones Exteriores y luego, después de Brest-Litovsk, creador del Ejército Rojo como Comisario del Pueblo para la Defensa, era ucraniano. Nikita Kruschev, heredero del poder de Stalin, también fue ucraniano. Trotsky fue víctima de Stalin. Kruschev formó parte del inner circle de Stalin. Pero todos los comunistas resultaron negadores de la nación ucraniana y, por supuesto, de cualquier sueño de autonomía de su república. Los aliados ucranianos de Stalin ―Kruschev entre ellos― fueron cómplices de ese terrible genocidio por hambre contra el esfuerzo por reconstruir la nación ucraniana que fue Holodomor, magistralmente estudiado por Anne Applebaum (Hambruna Roja. La guerra de Stalin contra Ucrania).

Con la aventura guerrerista que ya ha cumplido un año, Putin se ha esforzado y se esfuerza en reforzar una república quimérica, la de los Zares Blancos o Rojos. Ha intentado e intenta una República sin Naciones. Mejor dicho, una República que, repitiendo la retórica oficial soviética previa a la caída del Muro, resulte un conjunto de pueblos (no de naciones) presidido “por el gran pueblo ruso”. Nadie duda de la grandeza histórica y cultural del pueblo ruso, de su nación. Pero ello no le da ningún derecho a desconocer la grandeza histórica y cultural de sus pueblos vecinos. Ni Putin, ni ninguno, puede desconocer la fuerte realidad de una Nación como Ucrania que ha sobrevivido a todo tipo de terribles acechanzas. Una Nación que, afirmándose como tal, ha defendido y defiende su existencia como República.

La solidaridad con Ucrania no ha sido todo lo efectiva que debería haber sido porque muchos Estados que la proclaman, y teóricamente la practican, han dejado de ser nación, aunque pretendan seguir siendo república. Y en no pocos casos aceptan la confusión soviética que se enreda en la distinción entre nacionalismo y patriotismo. Frente a la heroica realidad ucraniana no cabe la deconstrucción de buena parte de las sociedades europeas, que muestran una secularización fanática, convertida en políticas de Estados, que suponen el vaciamiento y la negación de sus raíces judeo-cristianas. Con ese vaciamiento han afectado radicalmente su conciencia nacional. Así, ven el caso de Ucrania en el estricto horizonte pragmático de la relación amigo-enemigo; y de su propio interés nacional, visto en términos concretos de seguridad y defensa.

La debilidad política del orden internacional frente a la agresión guerrerista de Putin deriva del hecho de haber provocado, con su formalismo sin valores, la anemia letal de la Nación, lo que provoca Repúblicas sin principios rectores, sin auténtica conciencia de comunidad, y, por tanto, ayunas de la solidaridad que requieren las grandes crisis por parte de quienes comparten (hipotéticamente, y en línea de formas y procedimientos) una misma concepción del mundo y de la vida. Por no hablar de liderazgos pigmeos.

Putin pretende robustecer el nacionalismo eslavo ruso fortaleciendo imperialmente la república post URSS. Pero la que pensó sería presa fácil no lo ha sido. Gracias a Dios. La agresión belicista ha encontrado en Ucrania la fortaleza de una Nación que no está dispuesta a dejar de ser Nación. La fortaleza de un liderazgo, representado en Zelensky, encuentra en el servicio a la Nación la llama de la dignidad republicana. Ucrania ve en su dolorosa afirmación como Nación la auténtica (por no decir la única) posibilidad de su afirmación como República.

Reconstruir la Nación. Reconstruir la República. Hace un año, en medio de la indignación por la agresión insólita que significaba el desconocimiento de los derechos de Ucrania y del orden internacional post II Guerra Mundial, se pensaba que Rusia dominaría militarmente por la fuerza a Ucrania en una semana. No fue así. Un año después no ha sido así. A pesar de la declaración conjunta de Putin y Xi Jinping en Beijing, en vísperas de la invasión. Durante este año, solamente han respaldado la agresión de la Rusia de Putin a Ucrania los Estados que, por fanatismo ideológico, aventurerismo político o dirección mafiosa, están dispuestos a llegar hasta el genocidio para negar la realidad humana, comunitaria y política de la existencia de las naciones. Tal es el caso de quienes en nuestra América se han empeñado en destruir la nación para poder medrar en repúblicas anémicas y en riesgo de inexistencia. Eso ponen de relieve los aliados de Putin en América Latina, hasta ahora un trío poco presentable: Cuba, Venezuela y Nicaragua (Díaz Canel, Maduro y Ortega).

La invalorable lección del pueblo ucraniano después de un año está en que la afirmación y defensa de la Nación ha sido la savia para nutrir la lucha por la supervivencia de la República; y que la savia de la nación es insustituible, inagotable e invencible. Reconstruir materialmente a Ucrania costará tiempo y dinero; pero será posible, porque nunca dejó de ser Nación.

Además de nuestra solidaridad con Ucrania, que está, después de un año, ratificada y fortalecida, debemos aprender los venezolanos de su hermoso y heroico ejemplo. La lucha política es hoy también una lucha cultural y espiritual. En medio de las ruinas del presente, en Venezuela, sólo refundando espiritual y culturalmente la Nación devastada podremos reconstruir y defender eficazmente la República.