Gehard Cartay Ramírez

Cercana la primera mitad del año 1957 se presentan los atisbos iniciales del destino final de la dictadura perezjimenista.

Será nada menos que la Iglesia Católica la que lanzará la primera piedra el primero de mayo de aquel año, cuando el Arzobispo de Caracas, monseñor Rafael Arias Blanco, publica su carta pastoral criticando la difícil situación de los trabajadores -y de los venezolanos en general- y haciendo algunos muy serios reparos a la actitud del gobierno del general Marcos Pérez Jiménez.

Hasta entonces, aquella dictadura parece consolidada. Son varios los factores que influyen al respecto, principalmente la circunstancia de que el Estado venezolano cuenta a la sazón con grandes recursos financieros como nunca antes y ha construido autopistas, edificaciones y obras de urbanismo fundamentalmente en la capital venezolana, todas ellas planificadas por gobiernos anteriores. Son recursos que provienen de una abultada renta petrolera en virtud del aumento de su producción, las nuevas concesiones y la crisis del canal de Suez. Pero, al lado de esta gran vitrina que exhibe la dictadura, están también ocultos sus oscuros lunares: presos políticos, torturas, asesinatos, exiliados, pobreza, crisis sanitaria y educativa, abandono del campo, crecimiento de los cinturones de miseria en las grandes ciudades, etc.

Será en medio de este contexto que el Arzobispo de Caracas publica su Carta Pastoral. Se trata de un documento breve, pero preciso y contundente, que fue leído el Día del Trabajador en los distintos oficios religiosos cumplidos en iglesias y capillas de todo el país. Su mayor énfasis lo hizo en la realidad sociológica imperante entonces, caracterizada por el acelerado incremento de la población urbana y la consiguiente reducción de la población rural.

Esta situación, añadía la Carta Pastoral “trae lógicamente multitud de problemas sociales que está viviendo la Nación”. Y agregaba, seguidamente: “La Iglesia tiene derecho, un derecho al cual no puede renunciar, a intervenir en la solución del problema social”. Tiene, además, “la gravísima obligación de hacer oír su voz para que todos, patronos y obreros, Gobierno y pueblo, sean orientados por los principios eternos del Evangelio”.

Un severo señalamiento surge cuando hace referencia a las riquezas financieras que ingresan a las arcas públicas, al señalar “que nadie osará afirmar que esa riqueza se distribuye de manera que llegue a todos los venezolanos, ya que una inmensa masa de nuestro pueblo está viviendo en condiciones que no se pueden calificar de humanas”, y describe, de seguidas, graves problemas como el desempleo, “que hunde a muchísimos venezolanos en la desesperación”; “los salarios bajísimos”, mientras los capitales que “hacen fructificar esos trabajadores aumentan a veces de una manera inaudita”; el déficit de escuelas, necesarias a fin de que los hijos de los obreros “puedan adquirir cultura y formación (…) para llevar una vida más humana que la que han tenido que sufrir sus progenitores”; “la falta de prestaciones familiares”; “la frecuencia con que son burlados la Ley de Trabajo y sus instrumentos legales”; y “las injustas condiciones” del trabajo femenino, todos los cuales “son hechos lamentables que están impidiendo a una gran masa de venezolanos poder aprovechar, según el plan de Dios, la hora de riqueza que vive nuestra Patria”.

Aquella Carta Pastoral recordó a la dictadura perezjimenista y a los venezolanos algunos principios básicos de la Doctrina Social de la Iglesia, la cual reclama “que en todos los aspectos de vuestra vida, en los aspectos económico, cultural, sindical, social, moral y espiritual, se respete la dignidad de persona humana que en todos y cada uno de vosotros Dios ha colocado”.

Hacía a continuación un claro deslinde con el marxismo y el capitalismo: “Entre el socialismo materialista y estatólatra, que considera al individuo como una mera pieza en la gran maquinaria del Estado, y el materialismo capitalista liberal, que no ve en el obrero sino un instrumento de producción, una máquina valiosa, productora de nuevas máquinas en su prole, está la doctrina eterna del Evangelio, que considera a cada uno de nosotros, sin distinción de clases ni de razas, como persona humana, como hijo de Dios, como base y fuente de los derechos humanos”.

De seguidas, señalaba que la Iglesia venezolana juzgaba “oportuno y necesario insistir aquí en que ese conocimiento y esa práctica deben penetrar cada vez más en los círculos de dirigentes obreros, en nuestras clases patronales, en nuestros actuales y futuros gerentes y empresarios; en nuestra legislación laboral, que sin duda alguna contiene conquistas avanzadas, y en los encargados de aplicar esa legislación; en nuestras Universidades, Liceos, Colegios y Escuelas Técnicas y Profesionales”. El documento también hacía un encarecido llamado al cumplimiento estricto de los deberes de los trabajadores venezolanos exigiéndoles “honradez y responsabilidad en el trabajo, es decir, que vuestra conciencia profesional sea la mejor garantía que podáis ofrecer al reclamar vuestros derechos”.

La Pastoral proponía entonces la creación del Salario Mínimo Vital Obligatorio y la institucionalización de una Política de Prestaciones Familiares y clama por la defensa del derecho natural de la libre asociación sindical de los obreros.

Advertía, igualmente, citando al entonces Papa Pío XII, que “no es en la revolución, sino en una evolución armónica donde está la salvación y la justicia. La violencia nunca ha hecho más que derribar en vez de levantar; encender las pasiones en vez de calmarlas; acumular odios y ruinas, en vez de hermanar a los combatientes, y ha lanzado a los hombres y a los partidos a la dura necesidad de reconstruir lentamente, tras dolorosas pruebas, sobre las ruinas de la discordia. Solo una evolución progresiva y prudente, valiente y acomodada a la Naturaleza, iluminada y guiada por las santas normas cristianas de la justicia y la equidad, puede llevar al cumplimiento de los deseos y de las honestas necesidades del obrero” (Discurso del 13 de junio de 1943).

Ocho meses después de leída la Carta Pastoral del Arzobispo Arias Blanco caería la dictadura. Se produjeron desde entonces una cadena de acontecimientos, entre ellos –tal vez el más importante– la coincidencia de la rebelión militar y la rebelión civil que produciría el 23 de enero de 1958 el derrocamiento del general Marcos Pérez Jiménez.

Pero en aquella lucha contra la opresión y la tiranía, la Carta Pastoral de monseñor Arias Blanco había lanzado la primera piedra.